Si algo tenemos claro las personas, es que todos nacemos para morir, todos tenemos fecha de nacimiento y tendremos fecha de fallecimiento.
La muerte nos llega a todos por igual, sin distinguir ni edad, ni raza, ni familia ni condiciones económicas.
Hay dos cosas que hacen de cada muerte algo muy personal y singular: por un lado, cada uno de nosotros somos personas únicas, irrepetibles e insustituibles tanto por nuestra forma de vivir como por nuestra forma de relacionarnos con nuestro entorno y, por otro lado, las circunstancias que nos rodean hasta nuestra muerte.
Todos nacemos queriendo vivir y, a lo largo de la vida, tenemos que prepararnos para una muerte “sana afectiva y emocionalmente hablando, aunque muramos por enfermedad”.
Es importante aceptar nuestra muerte y prepararnos saludablemente, desde el punto de vista tanto humano como espiritual, pues solo podemos “morirnos amando lo vivido o morirnos odiando la muerte o rebelándonos contra ella”.
Todos nacemos y crecemos habitualmente dentro de una familia con más o menos número de miembros. Mientras crecemos, cada miembro va diversificándose y formando otros núcleos familiares, independientes al de tu familia de origen.
En cualquier familia existen dos formas de relación entre iguales que son muy importantes para relacionarnos durante nuestra vida. Ambas nos ayudarán a seguir evolucionando con autonomía dentro y fuera de nuestra familia.
Tanto estos vínculos primarios horizontales, que se crean entre hermanos mientras crecen o, en la pareja, desde que forman una familia o un proyecto en común, como los vínculos primarios verticales que se generan entre padres e hijos, todos ellos darán lugar a que, ante el fallecimiento de uno de los miembros de la familia, se produzca una gran catarsis afectiva para el conjunto que formamos todos.
No es lo mismo que fallezca un padre o un hijo, una madre o un hermano, que un amigo o un compañero de trabajo. Son vínculos diferentes y, como tal, sus muertes las viviremos cada uno de manera diferente.
Enterrar a un hijo no es lo predecible porque el ciclo natural de la vida nos lleva a enterrar primero a nuestros padres. En consecuencia, cuando muere un hijo antes que sus padres, tenga la edad que tenga, se produce un profundo desgarro.
Por otro lado, la muerte de un padre o una madre significa mucho para cada uno de los hijos. Porque esos padres van a dejar una huella en sus hijos que sobrevivirá a su muerte durante todos los años que sus hijos sigan viviendo. La influencia de esa huella puede llegar hasta los hijos de los hijos. Incluso sin que estos últimos hayan conocido personalmente a sus abuelos, pues pueden haber recibido el influjo de la trayectoria de sus abuelos a través de los padres. Conocer a los abuelos y ser conscientes de que mueren y aceptarlo es parte del desarrollo evolutivo de una persona dentro de su propia familia. Ver fotos de unos padres o unos abuelos que no has conocido porque fallecieron antes de que tuvieras consciencia, no es lo mismo que si has convivido y querido a tus padres o abuelos estrechamente.
La muerte de un hijo puede ocurrir nada más nacer, si su nacimiento era incompatible con la vida. Puede ocurrirle en su infancia o en su etapa adolescente, por accidente o enfermedad. O también puede ocurrir en su vida de adulto por los mismos motivos y antes que sus propios padres.
La muerte produce un desgarro enorme porque la muerte de un hijo, de un padre o de un familiar no se experimenta como algo bueno. Nadie está del todo preparado para dejar de seguir viviendo con esa persona a la que nos une la filiación familiar.
Para superar la muerte de un ser querido necesitamos pasar por un “duelo” a la medida de la persona, circunstancias y la cercanía que teníamos con ella.
Es normal sentir nostalgia durante mucho tiempo o incluso, de un modo indefinido, por su falta de presencia real. Los recuerdos nos hacen echar de menos a esa persona en fechas o lugares que significaban mucho para él y al rememorar anécdotas que nunca más volverán a repetirse.
Según como los vivamos y revivamos, los recuerdos no nos dejarán aceptar la muerte de esa persona, porque nos hacen mantener viva su memoria.
No es malo recordar así. Lo que es perjudicial es encerrarse en los recuerdos y pensar que la vida no sigue sin esa persona viva.
¿Cómo vivir después de la muerte de un ser querido?
La verdad es que, con cada muerte, la vida de los demás se altera y se reordena en el tiempo.
Cómo puedo superar la muerte de un ser querido:
- Aceptando que ya no está.
- Aceptando que ya no va a volver nunca.
- Aceptando que puede estar vivo en tu memoria.
- Aceptando que tú eres parte de aquel que se fue y que tienes que seguir adelante.
- Aceptando que puedas hablar de dicha persona sin nostalgia y sin apego tóxico a los recuerdos.
- Aceptando que, si tienes fe, esa persona te está esperando y que, mientras tú vives, él o ella puede seguir queriéndote y dándote fuerza desde el cielo.
- Aceptando también que existen personas que hicieron daño y que no debes manchar su memoria por ello, sino no tenerlas presentes en tus conversaciones.
“Si no puedes hablar bien de un ser querido, es mejor no hablar nada de él con nadie, porque no somos quien para juzgar a nadie y mucho menos si ya está muerto.
Si puedes hablar bien de un ser querido, cuenta cosas para que esté en la memoria del resto de la familia y hacer de una buena vida una vida ejemplar para otros”
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